miércoles, 31 de marzo de 2010

Siendo tan radical, resultó que era de todos - Por Felipe Solá


Por Felipe Solá

Raúl Alfonsín tuvo una muerte relevante. El golpe afectivo fue profundo y sincero; vimos gente llorando por las calles, tuvo un entierro como hacía mucho no veíamos los argentinos y una saga política no previsible que bien puede decirse que no ha terminado aún.

AQUELLA TREMENDA SEMANA SANTA DE 1987. En el balcón de la Casa Rosada, con Antonio Cafiero

Se me ocurre, un año después, que podríamos preguntarnos por qué su influencia post mortem modificó el rumbo político del año.

La primera respuesta que me surge es que el balance popular de su figura es claramente positivo. Porque este hombre de partido, progresista en su concepción de lo que debía ser la UCR y dotado de una fuerza inusual en comparación con los líderes radicales con los que coexistió, fue capaz de transmitir que su objetivo final era más grande que su facción.

Siempre incluyó a los demás en sus decisiones (en especial al peronismo) desde un lugar de respeto y legitimación. Concibió un radicalismo principista en sus comienzos y soñó con una fuerza masiva, de corte nacional y policlasista, cuando su gobierno despegó, en 1985.

Alfonsín tenía una idea de país que los peronistas no compartimos mientras fue Presidente, en cuanto a idea correctora, más que superadora, del movimiento justicialista. Y no la compartimos porque desde adentro de nuestra pasión peronista ya habíamos iniciado una corrección superadora, a la que llamamos renovación.

Pero en el juego contrafáctico, la renovación no existía sólo porque habíamos perdido el rumbo. Existía también porque había otra idea, otro camino, y otra figura. Era Alfonsín.

Con los años, creo que luchar contra Alfonsín fue un juego de bajo riesgo para los renovadores. La tarea era hermosa (nos estábamos rearmando para gobernar), pero aliviada. ¿Aliviada? Sí. Creo que los peronistas supimos empíricamente que la Patria no estaba en peligro con Alfonsín, que había un reaseguro institucional y ético que, al menos por un tiempo, acicateó nuestro avance y nos permitió esconder nuestras propias debilidades congénitas.

Frente a un gobierno con reglas de juego honestas y un estilo abierto, los renovadores pudimos practicar la indulgencia hacia adentro. Del afuera se hacía cargo Alfonsín. El cuarto de siglo transcurrido debe abrirnos lo suficiente como para practicar la honestidad política.

Le tocó al radicalismo pasar una década de postergación. Alfonsín habrá sentido el olvido y lo habrá supuesto ingratitud como una recurrencia argentina hacia sus dirigentes más lúcidos. Sólo puedo suponerlo. No estuve cerca.

Sí sé que siguió siendo el radical más importante, pero, además, que continuó peleando por cuestiones que parecían haber quedado atrás para el país, aunque no para él. Fue valiente en su persistencia, aun a riesgo de quedar marginado de la historia. Hay ahí una coherencia frente al exitismo de época que en Alfonsín no estuvo nunca desvinculada de la realidad.

Se equivocaría el que lo pensara como un político superado por la historia discutiendo abstracciones: este hombre seguía vivo en un subsuelo de la conciencia de los argentinos, quizá ocupando el lugar del afecto, tal vez el del respeto, dada su tenacidad.

¿Por qué extrañamos a Raúl Alfonsín? Porque su lógica democracia- autoritarismo no fue la de amigo- enemigo; más bien buscó un piso de encuentro básico no excluyente. Porque siempre estaba listo para encontrar otra forma de avanzar hacia acuerdos. Porque en eso era joven y, más aún, poseedor de una frescura que no aparece hoy (o, al menos, este ambiente la está inhibiendo claramente). Porque con él quedaba despejada la corrupción como incógnita y sólo podía discutirse lo esencial: la política.

Porque siendo tan radical, resultó que era de todos. Porque fue antiguo para muchos, pero con un espíritu sabiamente moderno a la vez.

¿Por qué su influencia en estos días? Porque fue un político que nunca siquiera se sonrojó de serlo frente a la agresión anarquizante. Porque fue un hombre cabal y capaz de mantener el afecto como lazo permanente con todos (incluidos los que estamos en política) y porque fue fiel a sí mismo.

Si hoy lo necesitáramos, estaría ahí, con sus actuales 83 años. Y al escribir esto, siento que sería bueno que Alfonsín estuviera cerca.

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